domingo, 18 de marzo de 2018

Lo que no se olvida.


Y entonces el pequeño hilo que los unía que poco a poco se había ido estirando soportando sol, lluvia y tormentas se rompió en mil pedazos mandando unas pequeñas ondas expansivas que a medida que se aproximaban al otro extremo del hilo iban cogiendo fuerzas hasta estallar contra su pecho. El golpe fue tan fuerte que durante las primeras semanas no sintió absolutamente nada. Era como si la rutina nunca hubiera cambiado, excepto que las noches ya no eran noches, ni los días eran días, todo era gris y las cuencas, antes de río ahora habían pasado a océano.

Y entonces de repente en un día soleado de esos en los que la gente sale a pasear los niños corren por el parque y las palomas cubren la acera, sintió el pinchazo del vacío. Y lloró y chilló y pataleó, aunque de sus ojos no calló ni una sola lágrima ni de sus labios un leve sonido. 

Dolía, dolía demasiado. Como duelen los sueños rotos, las promesas incumplidas y la espera de un futuro que sabes que nunca se podrá cumplir. 

Pero los meses pasan y como dijo un sabio “el tiempo, amigo del hombre, todo lo deja atrás”. 

Y tanto que lo dejó. Y los sueños volvieron y las promesas dejaron de importar, el aquí y el ahora fue la ley, y dejó de esperar al futuro. Y ocurrió al revés, el futuro esperó por ella. 
Por su amplia sonrisa.

Y luego volvieron las manos que tendían hilos, y los nudos que intentaban unirlos. Y los recuerdos imporrables, y más nudos que intentaban unir los extremos y borrar los recuerdos.

Intentaban...porque hay cosas que nunca se olvidan.

martes, 6 de marzo de 2018

Ven conmigo.


Capitulo 2.

El frío helador del asfalto de cemento se colaba poco a poco a través de las desvencijadas ropas, ya demasiado rasgadas y sucias por el uso, que cubrían su delgado cuerpo. Solo el cartón y la manta vieja con la que se arropaba conseguían mitigar a duras penas el afilado viento nocturno. Las luces de las farolas y el ruido incansable de los coches pasando a su lado, era ya una visión y una melodía a la que estaba absolutamente acostumbrado.

Se encogió más bajo la manta mientras en su mente, como si de una película se tratase, recuerdos de un pasado mejor. Un pasado en el que la divina vitalidad propia de la juventud no había hecho otra cosa que colmar su corazón de sueños y deseos. Un pasado, donde estos sueños se habían visto truncados con demasiada facilidad.

Muchos de los que pasaban por su lado le ignoraban, otros fingían no verle, otros vivían tan deprisa que no se paraban a ver las maravillas de aquello que lucía a su alrededor y posiblemente cuando se dieran cuenta de este pequeño detalle sería, ya, demasiado tarde para todos ellos. Realmente solo unos pocos, demasiado escasos, le miraban y contribuían a mejorar su pobreza donándole unas pocas monedas o algo con lo que alimentarse, sin imaginarse lo agradecido que él se sentía con ese mínimo gesto.

¿Cuántos de ellos desaprovechan sus vidas? Se preguntaba constantemente mirando el ir y venir incesante de personas. ¿Cuántos de ellos daban el verdadero valor a las pequeñas y simples cosas con las que conviven día a día? Y no pensaba en cosas materiales, ni en dinero, ni en casas, ni en lujos, ni siquiera en un reloj pendiendo de su muñeca. Él se conformaría con palabras bonitas, con algo tan simple y fácil como una sonrisa impregnada de cariño, con un brillo especial en los ojos. Incluso alguien con quién discutir por la cualquier cosa y después reconciliarse de nuevo. Algo. Cualquier cosa más allá de su soledad. De esa inhumana soledad que le oprimía el corazón.

"Realmente suena paradójico", se decía, "estoy solo rodeado de personas"

Deseaba tanto que alguien le hiciera compañía. Él mismo se sorprendía del valor que le veía ahora a cosas que nunca antes había pensado que pudieran valer.

Había perdido tantas esperanzas ya, que no se sobresaltó cuando la vio aparecer por la esquina haciendo resonar sus tacones contra el suelo.
Era la mujer más bella que había visto en toda su vida. Ataviada con un elegante vestido negro de terciopelo largo hasta las rodillas, y unos suaves guantes cubriendo sus finas manos hasta los codos. Ella se acercó a pocos metros de él y le sonrió con dulzura, ese gesto que tanto había anhelado.
-Ven conmigo- Le dijo ella, con una voz suave y firme, envolvente.
Y él que tanto había sufrido, cerró los ojos con una sonrisa satisfecha y se dejó ir sin pensar en las consecuencias.



-¿Vas a desayunar otra vez Robin?- le preguntó Agatha a su compañero cuando este volvía de la pastelería a la que se había lanzado casi con el coche patrulla en marcha. Era la tercera vez en algo más de dos horas que Robin la hacía parar enfrente de algún establecimiento, para sucumbir a la gula y el hambre.

-¿Qué quieres que haga?- se dijo este, montando en el coche patrulla con una pequeña bolsa de papel entre las manos- Cuando me aburro me entra hambre y hoy la ciudad está demasiado tranquila- se quejó el hombre y sacó un donut rodeado de chocolate de la bolsa de papel y se lo llevaba a la boca masticándolo con ansia.
Justo en ese momento una voz chilló por la radio del coche patrulla anunciando que los necesitaban en otra parte.

Cuando llegaron al lugar indicado ya estaba a reventar de espectadores curiosos y de otros compañeros.

-¿Qué ha pasado?- preguntó Robin al primer policía que se encontró cuando cruzó la cinta  de plástico que delimitaba el perímetro.

-Un mendigo ha fallecido- indicó este- pero tiene la marca-.
-¿Sabemos quién o qué lo mató?- preguntó Robin extrañado.

Pero Agatha ya sabía cuál había sido la causa de la muerte.

-La indiferencia lo mató- comentó con aire ausente mientras contemplaba la débil sonrisa que se había quedado colgada de los labios de aquel pobre hombre, en lo que con total certeza había sido su último aliento.